Me desperté temprano. Tenía que ir al Hospital de Pediatría Juan P. Garrahan, ese lugar en el mundo que me albergó hace unos años y marcó a fuego eternamente mi vida. Necesitaba la copia de mi Historia Clínica y reencontrarme con mi uróloga, la grosa Carol Burek. Ella es de Rosario, tiene ojos claros, pelo rojizo, mirada profunda y parece brava pero detrás de su seriedad habita un alma noble y un corazón sensible.
Antes de ese reencuentro, me encontré realizando el mismo recorrido que hacía con mi viejo, en épocas en que cursaba la secundaria en el Instituto San Juan Bautista de San Nicolás y aún no estaba decidido mi destino de estudiante de periodismo en Buenos Aires.
Viajaba con el micro de Turismo Orli, saliendo en las madrugadas desde calle Lamadrid, si no mal recuerdo, a la altura del 222. Gente que se iba con apenas una mochila y regresaba con gigantes bolsones tras comprar en La Salada, Flores u Once. Ahí, entre medio de esos mundos comerciales, íbamos mi viejo y yo. Bajábamos en Once en la esquina de Av. Jujuy y Adolfo Alsina.
Entonces, esta mañana decidí volver a vivir ese recorrido. Tomé la línea A de subte hasta Plaza Miserere. Salí a la superficie a los 15 minutos. Divisé la estación de servicio Shell, que más de una vez fue una guarida de urgencia, y enfrente el barcito de la esquina donde siempre tomábamos el café con leche con tres medialunas para cada uno si llegábamos temprano o cuando no tenia que estar en ayunas para hacerme análisis de sangre.
Lo que más recordé fue una discusión de mi viejo con un Policía Federal que casi termina con Mendez preso. Lejos de darme orgullo, siento que eso también fue algo que me marcó. Chiquito, sin incidencias, pero se ve que me quedó tatuado.
Subí al bondi 118, una línea que va a Parque Patricios y tiene muchísimas frecuencias. Recordé las veces que lo tomé, con corset, sin corset, lleno, vacío, débil, fuerte, en ayunas, con frascos de orina, y que me parecía un viaje infinito. Solté una risa, tras vivir en las localidades del Gran Buenos Aires: El Palomar, Villa Madero y San Martín, viajando una hora y media hasta la facultad, esos 20 minutos fue un abrir y cerrar de ojos.
Claro, en esos momentos en que iba a las consultas vivía en San Nicolás, donde era una situación especial tomar un colectivo y me movilizaba en mi querida playera o la «bicibala», así llamé a mi última bicicleta que eran de esas antiguas de hierros y ruedas finas.
Llegué al Hospital Garrahan. Me vi entrando miles de veces, con estudios abajo del brazo, con estudios por hacerme, con sueño, acompañado de mis viejos. Sin renegar, pero cansado. Se me vino a la mente algo gracioso mientras cruzaba la calle: el día que mi madre vomito la vida en la vereda a causa del smog y olor a gasoil que hay en la ciudad y dentro de los bondi.
Tomé una foto, luego otra. Y llegué a la puerta. Me sentía en casa, sano, sin rencores, una sensación de agradecimiento y paz a la misma vez. Ya tiene puertas corredizas en su ingreso. «Una mejora», pensé e indefectiblemente asocié mis días de internación y años de visitas a los médicos con épocas nefastas del menemato, crisis caótica. Nunca viví esta etapa de estabilidad, ni la vi cuando me fui en 2006. Está mejor, más limpio, más ordenado, con más personal.
Fui directo a buscar mi Historia Clínica. En dos minutos tenía mi segunda vida en mis manos. Allí estaba todo. Desde el primer día que ingresé por guardia hasta la última consulta. Cada detalle de las cirugías, estudios, doctores, mejorías, complicaciones. Desde los 13 años hasta los 23 o 24, no sé.
Hice una broma con los dos muchachos, guardé la fotocopia y fui directo al sector violeta. Pregunté por Burek, y me dijeron que atendía en el consultorio 11. ¡El mismo de siempre desde hace 21 años! Me senté, esperé, salió y no me vio. Al tercer paciente que va a atender se dio cuenta, me recordó con afecto, sonreí, me sonrió, le conté por qué estaba ahí y me hizo esperar una hora y cuarto más. Sin quejarme, me quedé estoico.
Siempre en las esperas me ponía a charlar con otros pacientes, dormir, comprar y leer desde la portada a la contratapa, incluido los epígrafes, del Diario Olé o escuchar Radio Uno. O las dos cosas al mismo tiempo.
Me puse a charlar con una madre de un chico en silla de ruedas, con problemas en su columna y también en sus órganos urológicos. Contó que eran de San Miguel, que gracias a Dios ya no viajaban dos horas y media desde su ciudad hasta Parque Patricios, y que era Guardavidas.
Le conté que mi hermano también, de la Cruz Roja y que hacia triatlones, y aguas abiertas al igual que ella. Además, of course, que mi hermano ganó un premio en Brasil. «Son buenísimos los de la Cruz Roja», dijo mientras yo inflaba el pecho por el Negro. Entró con su hijo y salió a los 20 minutos.
Entré al consultorio de Burek con una sonrisa. Ella también tenía una sonrisa. Le elogié su belleza actual, con respeto. Quizás, pienso ahora el paso del tiempo hace que uno se ponga más sensible, y que aquellos recuerdos de cara de agria era porque quería que haga a rajatabla todo para que yo esté bien. ¡Que bueno que la tenia como una tipa jodida!
Burek agradeció el cumplido. Y me dijo «vení». Me llevó detrás del consultorio donde se encuentra otro cubículo parecido donde se realizan las urodinamias (un estudio de mierda, horrible). Abrió la puerta, miró hacia adentro y dijo «¡¿mirá quien está acá?!». Al fondo, se veían los rulos estilo El Pibe Valderrama pero in «black version». Era la asistente de Burek en las urodinamias. Allí estaba con una sonrisa gigante, vino hacia a mi y nos abrazamos fuerte. Típico: «¡Que grande estas! ¡Como pasa el tiempo! ¡Que vieja estamos! ¡No me digas que sos periodista!».
Se llama Carmen, es una mujer trigueña, de mediana estatura, de unos 50 años, ojos pardos y esos rulos crecidos que cuando yo me atendía lo tenía bien controlados. Los tres sonreíamos de ese encuentro. «Mirá, te tenemos acá», lanzó señalando con su dedo una cartulina con muchas fotos. Ahí estaba la mía, abrazo a ellas dos. Y la otra haciéndome el estudio, tapado obviamente. «Muchos que vienen me dicen por qué decidiste sacarte una así», me consultó. «Es para que vean que se puede», respondí y vi que en la foto, durante ese estudio del orto, había una mueca de sonrisa.
La consulta me tranquilizó. Todo bastante bien gracias a Dios, todo sacrificio tiene un resultado positivo. Cuando salía, la Dra. Burek miró a la siguiente paciente y le dijo presumiendo: «era paciente mío. Mírelo. Es periodista ya». Me fui caminando, feliz, con el corazón en la mano.
Pasé por Hematología, no encontré a mi ex Dra. Sciucatti, pero me llevé el número del sector y un turno para mi prima Nadia Sanfilippo, una leona de la vida que dona plaquetas, algo que escasea bastante en los bancos de sangre de los hospitales de todo el país.
Luego, fui a buscar a mi neurocirujano, el Dr. Carlos Routaboul. Aquí, encontré algo para criticar. En su oficina, había un treintañero, hijo de mamá, que hacía el peor honor a los empleados públicos. En fin, los hay en todos lados. Vuelvo el lunes pensé.
Pero me la jugué y me fui al sector verde. Pregunté por mi ex Oncólogo, el Dr. Alderette. «Creo que se fue», dijo la chica de la ventanilla. Se fue a chequear, me miró y dijo «pasá por consultorio 4». Apretón de manos, otra sonrisa, recomendaciones de salud, y también de obras de teatro para que vaya a ver.
Salí 14.20. Sonriendo. Paso a paso mi espalda se alejaba de ese gigante blanco. Llené mi pecho de aire. Sonreí y no podía dejar de repetir: «A todos aquellos que se quejan porque no pueden comprarse el jean de marca o zapatillas de marca o reniegan para cambiar el auto para comprarse un OKM, etc., etc., les recomendaría dos horas adentro del Garrahan y juro que las prioridades de la vida darían un vuelco de 180°».
La vida golpea duro. Ahí, miles de niñas y niños inocentes, nobles, sin corrupción, ni infidelidades, sin pecados capitales luchan -sin merecerlo- por su vida, por estar mejor. Y sus madres y padres compañeros de alegrías y tristezas. Buenas y malas noticias. Todos por la causa común de la salud. Lo más importante de la vida.
Seguí caminando hacia el subte para ir a trabajar. Recordé a una madre saliendo del consultorio con una sonrisa. Seguramente, la misma sonrisa que los Mendez tenían después de realizar estudios, haber viajado, pasar todo un día en Buenos Aires y saber que era tiempo de regresar a casa.
«Que fuerte. -Me decía una amiga por WhatsApp-. Tengo la piel de gallina por lo que estas viviendo». Suelo ser cero racional y más sentimental en estos casos, pero juro que en vez de pensarlo lo viví cada segundo dentro del Hospital Garrahan. Es la vida que me tocó y la mejor manera de poder afrontarla es con una sonrisa.
Gustavo Mendez es un periodista, conductor, productor y locutor argentino con más de 17 años de trayectoria. Nacido en San Nicolás, comenzó su carrera en el periodismo a temprana edad y desde entonces ha trabajado en diferentes medios importantes de Buenos Aires: Diario Perfil, Perfil.com, Radio Nacional AM 870, Radio El Mundo AM 1070 y Nacional Rock FM 93.7, Revista Gente Online, y en Infama (América), Confrontados (El Nueve), Todas las Tardes (El Nueve) y actualmente en Implacables (El Nueve). Conduce 3 programas streaming: La Pasión, La Posta del Espectáculo, y Los del Abasto.
Email: info@gustavomendez.com.ar
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